Claudia Korol
Volvió Mel. En una gigantesca fiesta del pueblo, de la resistencia, el caudillo hondureño regresó a su país, cerrando una etapa del proceso que se inició con su forzado exilio, y dejando abiertos los interrogantes sobre el rumbo político que se abren a partir de los acuerdos de “reconciliación” realizado entre Juan Manuel Santos, Hugo Chávez, Porfirio Lobo y el propio Mel.
En estos momentos, la alegría vuelta fiesta, la masiva movilización callejera, dan por tierra con algunos de los argumentos esgrimidos por sectores de la resistencia que hablaban del agotamiento de las posibilidades de la lucha callejera, y promovían un desenlace preferentemente electoral frente a la crisis de gobernabilidad política, y el apuro de la administración norteamericana para que se diversifiquen las fuentes de financiamiento de la economía hondureña.
Es entonces posible -y necesario-, el relanzamiento en el nuevo contexto de la propuesta de Asamblea Constituyente dirigida a la Refundación de Honduras, rodeada y atizada por la movilización de masas, como sostienen los grupos que apuestan a una salida “refundacional” de la crisis, que termine con la institucionalidad golpista, y ponga en marcha un proceso profundo de cambios. Se trata de retomar la dirección que se había iniciado previo al golpe de Estado, barriendo a su vez con los enquistamientos del poder oligárquico que posibilitaron el golpe de estado y la restauración de los intereses norteamericanos y de la burguesía subordinada a los mismos.
Cualquiera de las dos perspectivas políticas, tanto la predominantemente “electoralista” como la “refundacional”, deberían sin embargo profundizar el cuestionamiento de uno de los conceptos con los que se habilitó el retorno de Zelaya: la llamada “reconciliación”.
Todas las “transiciones” de dictaduras a procesos “democráticos” en América Latina, incluyeron distintos modelos de pactos, la mayoría inspirados en el “Pacto de la Moncloa” español. Los niveles de compromiso con las dictaduras suscriptos por estos pactos, fueron diferentes de acuerdo con la relación de fuerzas en los que se realizaron, y también con el tipo de posicionamiento de las fuerzas que hegemonizaban los procesos de democratización de los respectivos países.
En Honduras, un elemento novedoso, es que el pacto nace fundamentalmente desde afuera, por la mediación de dos gobiernos que representan diferentes posiciones en el contexto latinoamericano. No es difícil advertir la mano, el cerebro y la política de EE.UU. tras las maniobras de “reconciliación” del gobierno colombiano, custodio y operador de la política norteamericana en la región[1]. Más difícil es comprender la decisión del presidente de Venezuela de acudir al llamado de Santos, operador de la política norteamericana de “normalización” de Centroamérica en los términos de los procesos de “integración” promovidos desde la Iniciativa Mérida, y sus planes subregionales como la Iniciativa de Seguridad Regional para Centroamérica (CARSI por su sigla en inglés), abriendo el camino apresuradamente para el ingreso de Honduras a la OEA, sin que se avance en el conjunto de los puntos propuestos en el acuerdo –salvo el del regreso de Mel Zelaya-.
Es lamentable que incluso sectores de la resistencia, acuerden avanzar en una transformación del escenario político “desde afuera hacia adentro”, ya que la aceptación en la OEA del régimen golpista de Lobo, lleva agua al molino de una “normalización institucional” que no toca las estructuras del régimen ni los intereses de quienes gracias al golpe de Estado recuperaron sus privilegios. Al mismo tiempo mediatiza una demanda irrenunciable, como es la del castigo a los culpables del golpe y de los crímenes que se realizaron y se siguen realizando desde el 28 de junio.
Fue difícil, en muchos de los países latinoamericanos, romper la trampa de las “reconciliaciones” desde arriba. En algunos casos, los “acuerdos de las transiciones” siguen siendo una camisa de fuerza que cuesta romper. La impunidad es una dimensión fundante de las políticas coloniales, de las democracias “con seguridad”, de los regímenes “representativos” del capitalismo subordinado a las potencias imperiales. Los crímenes cometidos hace más de 500 años por quienes conquistaron, saquearon, mataron –a nuestros pueblos y a nuestros territorios- han contado siempre con complicidades de las oligarquías criollas, y en esa huella se inscriben las políticas de impunidad frente a las dictaduras recientes.
Hoy el Frente Nacional de Resistencia Popular tiene la oportunidad, apoyándose en la enorme movilización del pueblo, de romper con las trampas de este tipo de transiciones. Quitarse el chaleco de fuerza de la “reconciliación” significa no pactar el olvido, la desmemoria, y avanzar en un proceso en profundidad de transformaciones políticas, sociales, económicas, democráticas y de acuerdo a los intereses del pueblo; creando un nuevo territorio de disputa de sentidos y de proyectos, donde los asesinados y asesinadas de todos los tiempos tengan su lugar. Donde los responsables de los crímenes contra el pueblo sean juzgados. Donde la conciencia social popular, no admita como posibilidad la reconciliación con el terrorismo de Estado y sus ejecutores.
Si algo nos deja como enseñanza el proceso argentino de lucha contra la dictadura y contra la impunidad, es que el camino del juicio y castigo a los criminales de lesa humanidad, no sólo no resulta una amenaza a la democracia, como en su momento pregonaron muchos sectores de la burguesía liberal y de la oligarquía criolla –revestidas de adalides de la democracia-, sino por el contrario, permiten poner a la defensiva a los grupos recalcitrantes que promueven el militarismo y la desestabilización golpista.
En la actual situación de Honduras se trata ahora de resolver si la enorme legitimidad ganada por la Resistencia, que sostuvo con enorme coraje las políticas de desafío al golpe de estado desde el primer día, se proyectará en toda su potencialidad en la creación de un escenario de transformación social o quedará hipotecada en las viejas tramoyas politiqueras de un régimen que con el golpe de estado mostró sus límites y sus señales de agotamiento.
Sería lamentable mediatizar la legitimidad de esa movilización y fuerza popular, en la restauración de una institucionalidad que ha sido rechazada desde el corazón del pueblo, que exige una nueva Constitución y nuevas reglas de representación y de organización de la vida política, social, económica, cultural.
Éste es un momento de pulseada entre un rumbo y otro. Y esa pulseada nos interesa a todos los pueblos, especialmente a los latinoamericanos. Honduras sigue siendo, en esta coyuntura, la batalla de un pueblo que acompañamos solidariamente, en las contradictorias perspectivas que se dirimen entre refundar la esperanza, o restablecer una institucionalidad y gobernabilidad que en nombre de la democracia, enajene al poder del pueblo. Valoramos en esta disputa los posicionamientos de sectores populares que han estado presentes en todos los rincones de la movilización[2], con las banderas altas de una resistencia que no se reconcilia con el poder, y cierra los caminos de la impunidad. Su creatividad, coherencia y coraje forman parte de una “pedagogía del ejemplo” que nos enseñan –como en otra coyuntura histórica lo hicieron las Madres de Plaza de Mayo en Argentina- que “la única lucha que se pierde, es la que se abandona”.
Buenos Aires, 29 de mayo del 2011
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